Los trastornos de conducta que potencia estar en lo más alto.
Las batallas a ganar para conseguir un
aumento de capital político sin corromperse son cuatro: el uso
de palancas de poder con contenido ético, la
calidad de los fines que se persiguen, el conocimiento de los síntomas de la enfermedad del poder para
reaccionar a tiempo, y el uso de mejores prácticas de buen gobierno que
disminuyan la probabilidad de que los directivos acaben corrompidos por el
poder. De las dos
primeras batallas nos hemos ocupado en los artículos anteriores.
El objeto de
este artículo es la tercera batalla: el conocimiento de los síntomas de la
enfermedad del poder para reaccionar a tiempo. De la cuarta batalla nos ocuparemos la
semana que viene.
Un porcentaje relevante de la población
adulta (¿un 30%?) padece trastornos de conducta. La cifra
también es aplicable a los directivos. De hecho, es probable que la superen. No
en vano los directivos trabajan en entornos que, por su naturaleza (presión,
competitividad, riesgo, abundancia de recompensas, etc.), pueden llegar a ser
más desequilibrantes que aquellos en los que se mueve un ciudadano medio.
Identificando los trastornos de los
directivos.
Un trastorno de
conducta es un “defecto”, una patología o una rareza en la conducta fruto de
una distorsión cognitiva. En otras palabras, un trastorno de conducta es la
elección “automática”, aunque no venga a cuento, de un perfil de conductas
disfuncionales que responden a una forma de ver la realidad parcial,
distorsionada, desequilibrada. La mayor parte de los trastornos de conducta
se hacen, no se nace con ellos. El cerebro es plástico. Aprende con la
repetición.
La rareza de la conducta tiene casi
siempre su origen en una mala psicología. Si se
interpreta la realidad de una forma desequilibrada, no es extraño que se actúe
de una manera igualmente desequilibrada, fruto de una lógica muy débil que, a
la vez, crea disfuncionalidades en los resultados.
El poder enferma
cuando los criterios de mejora personal y contribución a la sociedad no se
traducen en el respeto a unas líneas rojas. Todos los trastornos de conducta nacen
de una mala “alimentación” ¡fast food! de los deseos emocionales básicos
que, como mencioné en el artículo anterior, son los deseos de seguridad,
diversión, singularidad y conexión. Los cinco trastornos de conducta más frecuentes
entre directivos son fácilmente asignables a la mala gestión de esos
cuatro deseos básicos. Veámoslo.
El trastorno obsesivo (pensamiento
circular) está asociado a la necesidad de seguridad; el trastorno asocial (la falta de escrúpulos) a la
necesidad de singularidad, el trastorno adictivo (el enganche a una fuente de placer)
al deseo de diversión, el trastorno histriónico (la sobre reacción “teatral” al
entorno) al deseo de conexión y, por último, el trastorno narcisista (sentirse
el centro del mundo) a las necesidades de diversión y de singularidad,
simultáneamente.
El poder puede
ser una de las causas por las que los directivos acaban desarrollando sus
trastornos de conducta. La razón es simple: el poder “trastorna” cuando se utiliza como
medio para alimentar los deseos emocionales básicos disociándolo de los
deseos avanzados de mejora personal y contribución a otros.
A efectos
prácticos, el poder enferma cuando los criterios de mejora personal y
contribución a la sociedad no se traducen en el respeto a unas líneas rojas no
traspasables en el ejercicio de dicho poder. Cuando “todo vale mientras no me
pillen”, definitivamente se están sobrepasando esas líneas rojas. Las decisiones basadas en criterios puramente
financieros y de corto plazo también revientan esas líneas rojas.
Recientemente
el diario Expansión publicó La Patología del
Poder, su autor, Fernando del Pino, describía
los síntomas más comunes de la enfermedad del poder. La mayor parte de los
mismos son la expresión de los trastornos de conducta asocial y narcisista con
algún ingrediente más que describo, basándome en el artículo de Fernando, a
continuación:
1-Indiferencia a lo que otros piensan; dificultad de conectar intelectual y emocionalmente con las
personas con las que uno se relaciona.
2-Frialdad hacia los sentimientos de los
demás. Desconexión con el sufrimiento que
puedan producir sus decisiones.
3-Decisiones
basadas en una lectura desequilibrada del juego de premios y
castigos. Se infravaloran las potenciales consecuencias negativas de las
decisiones tomadas y se sobrevalora la probabilidad de las consecuencias
positivas de las mismas.
4-Pérdida del sentido del riesgo o de la proporción en el perfil de prioridades con el que se dirige
la institución.
5-Instrumentalización de las personas
para lograr sus propios fines.
6-Excesivo protagonismo personal apoderándose de méritos ajenos.
7-Tendencia a rodearse de “palmeros”: personajes poco independientes intelectual y económicamente, para
que no le lleven la contraria y que aplaudan, o se rían de sus ocurrencias.
8-Juicio simplista, estereotipado, de las personas y los acontecimientos.
9-Sobrevaloración de las capacidades
personales y de la imagen personal.
10-Conductas desinhibidas; el sentimiento
de que se tiene derecho a estar por encima de los “convencionalismos” sociales
y morales y de que, por tanto, se tiene licencia para hacer lo que a uno le apetece.
Se suele traducir en algunas, o muchas, de estas conductas:
---Descolocar a
otros en público y privado con humillaciones, salidas de tono, etc.
---Robar en su
vertiente de ilegalidades de cualquier tipo o simplemente a través de una
remuneración excesiva (en salarios, pensiones, indemnización por despido, etc.)
---Buscar
gratificaciones sexuales abusando de la posición de poder o del atractivo del
dinero que se posee.
---Excesos en
la comida, bebida, y en el uso de estimulantes.
---Realizar
gastos desproporcionados sin que importe la mala imagen generada.
Una receta
fácil: si se acumulan como mínimo cuatro de estos
diez síntomas, más vale actuar rápida y contundentemente. A nadie le
interesa que el poder le enferme, le corrompa. Es una gran traición a uno mismo
y a la institución a la que se sirve. La mente es plástica y enferma si se utiliza mal. El que se sienta poderoso pero
no se sienta igualmente frágil se engaña, y pagará por ello. Las empresas cuyos
directivos muestren los síntomas de la enfermedad del poder acabarán siendo
rehenes de estos, víctimas de no haber tomado medidas a tiempo.
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