Cuarto.
Ninguna
cosa parece haber sorprendido más a los primeros aventureros
españoles en México y en el Perú, que la extraordinaria semejanza
de las creencias, ritos y emblemas religiosos que allí encontraron
establecidos, con los del Viejo Continente.
Los
sacerdotes españoles consideraron esta semejanza como obra del
diablo. La adoración de la cruz por los naturales, y su constante
presencia así en los edificios religiosos, como en las ceremonias,
fue el motivo principal de su asombro; ya la verdad, en ninguna
parte, ni siquiera en la India y en Egipto, fue este símbolo tenido
en mayor veneración que entre las tribus primitivas del continente
americano, siendo la misma la significación que encerraba su culto.
En
Occidente, como en Oriente, la cruz era el símbolo de la vida: a
veces de la vida física; con más frecuencia, de la vida eterna.
Del
mismo modo era universal en ambos hemisferios la adoración del disco
del solo círculo y de la serpiente, y aún más sorprendente es la
semejanza de la palabra que significa “Dios” en los principales
idiomas orientales y occidentales. Compárese el Dyaus o Dyaus-Pitar,
sánscritos; el Theos y Zeus, griegos; el Deus y Júpiter, latinos;
el Día y Ta, celtas (el último pronunciado Zia, y al parecer afin
al Tau egipcio); el Jah o Zrh judíos, y, últimamente el Teo o Zeo
mexicanos.
Todas
las naciones practicaban ritos bautismales. En
Babilonia y Egipto los candidatos a la iniciación en los misterios
eran primeramente bautizados.
Tertuliano,
en su tratado De Baptismo, dice que se les prometía como
consecuencia «la regeneración y el perdón de todos sus perjurios».
Las
naciones escandinavas bautizaban a los recién nacidos; y si pasamos
a México y al Perú, encontraremos el bautismo de los niños como
ceremonia solemne, consistente en aspersiones de agua, aplicación de
la señal de la cruz y recitación de plegarias para limpiarles de
pecado (Mexican Researches, de Humbolt, y Mexico, de Prescott).
Además
del bautismo, las tribus de México, de la América Central y del
Perú se parecían a las naciones del Viejo Mundo por sus ritos de la
confesión, la absolución, el ayuno y el matrimonio con la unión de
manos ante el sacerdote.
Tenían
también una ceremonia semejante a la comunión, en que se consumía
una pasta de harina, marcada con la Tau (forma egipcia de la cruz), y
a la que el pueblo llamaba la carne de su Dios. Ésta, a manera de
hostia, guardaba exacto parecido con las tortas sagradas de Egipto y
de otras naciones orientales. También,
a semejanza de estas naciones, los pueblos del Nuevo Continente
tenían órdenes monásticas, así de hombres como de mujeres, donde
se castigaba con la muerte el quebrantamiento de los votos.
Embalsamaban
los cadáveres al modo de los egipcios, y adoraban al sol, la luna y
los planetas, pero por cima de todo tributaban culto a una divinidad
«Omnipresente, Omnisciente... invisible, incorpórea, un Dios de
toda perfección ». (Historia de Nueva España, de Sahagún, libro
VI).
Tenían
también su Diosa Virgen y madre, «Nuestra Señora», cuyo hijo, el
«Señor de Luz» era llamado, «el Salvador», correspondiendo
exactamente a Isis Beltis y las demás diosas vírgenes de Oriente,
con sus hijos divinos.
Los
ritos de su culto al sol y al fuego, tenían íntimo parecido con los
de los primitivos celtas de la Gran Bretaña e Irlanda, y como éstos
se creían «hijos del Sol».
El
arca o argha fue uno de los símbolos sagrados universales,
encontrando así en la India, Caldea, Asiria, Egipto y Grecia, como
entre los pueblos celtas.
Lord
Kingsborough, en su obra Mexican Antiquities (volumen VIII, pág.
250), dice: «Así como entre los judíos el arca era una especie de
altar portátil en que suponían continuamente presente la divinidad,
así también los mejicanos, los cheroques y los indios de Michoacan
y de Honduras profesaban la mayor veneración a un arca, teniéndola
por objeto demasiado sagrado para que pudiese tocarla alguien que no
fuese sacerdote».
Por
lo que respecta a la arquitectura religiosa, vemos que en los dos
lados del Atlántico fue la Pirámide una de las primeras
construcciones sagradas. Aun siendo dudoso el empleo a que estos
monumentos fueron destinados en su origen, es positivo, sin embargo,
que estaban íntimamente relacionados
con las ideas religiosas. La identidad de su traza, ya en Egipto, ya
en México, o en la América Central, es demasiado chocante para que
se le considere como mera coincidencia. La verdad es que algunas de las
pirámides americanas, el mayor número son de la forma truncada o
aplanada; sin embargo, según Bancroft y otros, muchas de las
encontradas en Yucatán, y particularmente las próximas a Palenque,
acaban en punta, a la manera egipcia, mientras que hay también en
Egipto pirámides del tipo escalonado y aplanado. Cholula ha sido
comparada a los grupos de Dachour Sakkara y a la pirámide escalonada
de Medourn. Asimismo la orientación la estructura y hasta las
galerías y cámaras interiores de estos misteriosos monumentos de
Oriente y Occidente, atestiguan que sus constructores se inspiraron
al trazarlos en una idea común.
Las
grandes ruinas de las ciudades y templos del Yucatán, y aun de todo
Méjico, tienen una extraña semejanza con las de Egipto, habiéndose
comparado muchas veces las ruinas de Teotihuacan con las de Karnak.
El
«falso arco» formado por hileras de piedras horizontales que
resaltan ligeramente una de otra, se encuentra construído del mismo
modo en la América Central, en los más antiguos edificios de Grecia
y en los restos etruscos.
Los
constructores de túmulos, así en uno como en otro continente, los
hacían similares y colocaban dentro de ellos los cadáveres en
idénticos sarcófagos de piedra. Ambos hemisferios tienen también
sus grandes montículos espirales; compárese el de Adams Co (Ohio)
con el acabado montículo espiral descubierto en Argyleshire, o con
el ejemplar menos perfecto de Avebury en Wilts. El tallado y decorado
de los templos de América, de Egipto y de la India, tienen mucho de
común, y algunas de
las decoraciones murales son completamente idénticas.
Quinto.
Sólo
nos resta dar un breve resumen de las noticias sacadas de escritores
antiguos, de tradiciones de razas primitivas y de las leyendas
arcaicas del diluvio.
Eliano,
en su Varia historia (lib. III, cap. XVIII), declara que Theopompo
(400 años antes de la Era cristiana) daba noticia de una entrevista
del Rey de Frigia y Sileno, en que este último hizo referencia a un
gran continente más allá del Atlántico, de mayor extensión que
Asia, Europa y Libia juntas.
Prodo
hace una cita de un antiguo escritor relativa a las islas del mar que
está al otro lado de las columnas de Hércules (Estrecho de
Gibraltar), y dice que los habitantes de una de ellas tenían la
tradición de una isla muy extensa llamada Atlántida, que por mucho
tiempo dominó sobre las demás de aquel Océano. Marcelo habla de
siete islas del Atlántico cuyos habitantes conservan memoria de otra
isla mucho mayor, la Atlántida, «que durante un largo período
ejerció soberanía sobre las pequeñas».
Diodoro
Siculo refiere que los fenicios descubrieron «una gran isla en el
Océano Atlántico, más allá de las columnas de Hércules, a
algunos días de navegación de la costa de Africa» .
Pero
la mayor autoridad en el asunto es la de Platón. En el Timeo alude a
la isla continente; mas el Critias o Atlántico viene a ser la
relación detallada de la historia, artes, usos y costumbres de aquel
pueblo.
En
el Timeo hace referencia a «un inmenso poder guerrero que,
lanzándose desde el mar Atlántico, se extendió con furia por toda
Europa y Asia. Pues por este tiempo aquel Océano era navegable y
había en él una isla frente a la embocadura que llamáis columnas
de Hércules. Pero esta isla era más grande que la Libia y el Asia
juntas, y daba fácil acceso a otras islas vecinas, siendo igualmente
fácil pasar de estas últimas a todos los continentes que baña el
mar Atlántico» .
Es
tanto el valor del Critias, que no se sabe qué escoger en él. Pero
tiene especial interés el siguiente párrafo, por referirse a los
recursos materiales de aquel país: «Estaban igualmente provistos
así en su ciudad como en cualquier otro punto, de todo lo apetecible
para los usos de la vida. Se surtían ciertamente de muchas cosas en
otras comarcas, por razón de ser extenso su imperio; pero la isla
les suministraba la mayor parte de lo que necesitaban. En primer
lugar, sacaban de sus minas los metales y los fundían; y el oricaldo
que hoy rara vez se menciona, era entre ellos muy celebrado; se
sacaba de la tierra en muchas partes de la isla, y se le consideraba
como el más precioso de todos los metales, excepto el oro. La isla
producía también, en abundancia, maderas de construcción.
Había
asimismo sobrados pastos para animales domésticos y selváticos.
Existía un prodigioso número de elefantes, pues los pastos eran
bastantes en lagos, ríos, llanuras y montañas donde se
alimenta. Y de la misma manera había suficiente sustento para la más
extensa y más voraz especie de animales. Además de esto, cuanto al
presente produce la tierra de oloroso, raíces, yerbas, maderas,
jugos, gomas, flores o frutos, todo lo producía la isla y lo
producía bien».
Los
galos tenían tradiciones de la Atlántida, las cuales fueron
recogidas por el historiador romano Timógenes, que vivió en el
siglo anterior a Cristo.
Tres
pueblos de apariencia distinta habitaban las Galias. Primeramente la
población indígena (restos probables de la raza lemura); en segundo
lugar, los invasores que procedían de la lejana isla Atlántida, y
últimamente los ario-galos (véase Pre-adamites, página 380).
Los
toltecas de México se consideraban oriundos de un país llamado
Atlan o Aztlan; los aztecas también remontaban su origen a Aztlan
(véase Native Races de Bancroft, vol. V, págs, 221 y 321).
El
Popul Vuh (pág. 294) habla de una visita que tres hijos del Rey de
Quiches hicieron a una tierra «al Este, a orillas del mar, de la
cual sus padres habían venido», y de donde aquellos trajeron, entre
otras cosas, «un sistema de escritura» (véase también Bancroft,
vol. V, pág. 553).
Existe
entre los indios de la América del Norte, muy difundida, una leyenda
sobre la procedencia de sus antepasados de una tierra «hacia el
nacimiento del sol».
Los
indios Jowas y Dakotas, según afirma el mayor J. Lind, creían que
«todas las tribus indias formaban antiguamente una sola, y que
vivieron juntas en una isla... hacia el nacimiento del sol».
Desde
allí cruzaron el mar en enormes piraguas, en las cuales los antiguos
Dakotas navegaron semanas enteras, ganando al fin la tierra.
Declaran
los libros de la América Central, que una parte de aquel continente
se extendía mar adentro en el Océano, y que esta región fue
destruida por una serie de espantosos cataclismos sucedidos a largos
intervalos, de tres de los cuales hacen frecuente referencia (Véase
Ancient América, de Waldwin, pág. 176).
Es
curiosa la confirmación de esta creencia por la leyenda de los
celtas de Bretaña, que presentaba a su país extendiéndose
antiguamente por el Atlántico, y luego destruido. Tres catástrofes
se mencionan en las tradiciones de Gales.
De
la divinidad mexicana, Quetzalcoatl se creía que vino del “lejano
Oriente”. Se le representaba como un hombre blanco de luenga barba
(nótese que los indios americanos no
tienen barba). Este Dios les enseñó la escritura y reguló el
calendario mexicano.
Después
de haberles aleccionado en las artes pacíficas se embarcó de nuevo
en dirección al Este en una canoa de piel de serpiente (véase North
American of Antiquity de Short, págs. 268 y 271). La misma historia
se hacía de Zamna, civilizador del Yucatán.
Sólo
queda por tratar la maravillosa uniformidad de las leyendas del
diluvio en todas las partes del mundo. Que aquellas sean versiones
arcaicas de la historia de la perdida Atlántida y de su hundimiento,
o ecos de una gran alegoría cósmica, un tiempo enseñada y tenida
en veneración en algún centro común, desde el cual se difundiera a
todos los confines del mundo.
Basta
para nuestro objeto mostrar la aceptación universal de estas
leyendas. Ocioso sería repetir las historias del diluvio una por una;
es suficiente decir que en la India, en Caldea, Babilonia, Media,
Grecia, Escandinavia y China, así como entre judíos y celtas, la
leyenda es completamente idéntica en todo lo esencial.
Los
hechos expuestos no son fruto de presunciones o conjeturas, sino que
han sido sacados de anales contemporáneos, formados y transmitidos a
través de las edades. Los anales auténticos están a disposición
de los investigadores debidamente calificados y aquellos que se
hallen dispuestos a adquirir la enseñanza necesaria, pueden
comprobarlos y cotejarlos. Entre los documentos hay mapas del mundo
en diversos períodos de su historia, representan la Atlántida y
tierras circunvecinas en diferentes épocas de su historia. Estas
épocas corresponden aproximadamente a los períodos comprendidos
entre las catástrofes dichas, y dentro de estos períodos,
representados por cuatro mapas, se agrupan los acontecimientos de la
raza atlante.
Extracto:
Historia de los Atlantes - W. Scott Elliot
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