RUTA IBÉRICA
El
yacimiento ibérico de El Cigarralejo, formado por poblado, santuario
y necrópolis, se encuentra en Mula (Murcia). Fue descubierto por
Emeterio Cuadrado en 1946, y excavado entre 1947 y 1988.
Primitivamente, la ladera de asiento del yacimiento tenía una
pendiente que se iba suavizando hasta llegar al cantil sobre el río
Mula, este terreno fue en época reciente abancalado en tres
escalones horizontales para practicar labores agrícolas.
El
santuario se situó en el Noreste de la cadena montañosa que cruza
la zona, en cuya parte alta hubo una fortaleza romana y luego se
construyó un castillo en el siglo XVI. Entre el santuario y la
llamada “Piedra Plomera” se encuentra un collado, a ambos lados
del cual, protegido por el río y la citada elevación, está el
poblado, de límites bastante bien definidos, pero aún sin excavar.
Al otro lado del río, en su margen izquierda, se conserva un tramo
de una calzada romana que quizás conducía hacia Archena. Cerca del
río hay restos de antiguas conducciones de agua que se dirigían
hacia un área de fértiles vegas.
El
santuario dominaba el poblado y la necrópolis desde su altozano. En
él, el empedrado de un pequeño patio cubría los restos de un muro
y una “favissa” que contenía muchos exvotos, constituidos casi
en su totalidad por figurillas pétreas de caballos. El santuario, de
carácter protourbano pero segregado estudiadamente del “oppidum”,
estaría al servicio del mismo, albergando el culto a su divinidad
protectora, que pudo ser una diosa protectora de los animales muy
importantes en la dinámica socioeconómica ibérica. La cronología
del santuario abarca desde el siglo IV al siglo II a.C., sobre su
emplazamiento se edificó luego una villa romana.
La necrópolis de El Cigarralejo es una de las mejor conocidas del ámbito cultural ibérico. La superficie de la necrópolis es de unos 1.940 m2, de los que se han excavado algo más de 1.110, con un resultado de 550 enterramientos de incineración. Los enterramientos se reparten en una media de cuatro niveles, aunque la densidad de la necrópolis llega hasta ocho superposiciones que en el tiempo cubren desde los últimos años del siglo V hasta mediados del siglo I a.C. Una gran mayoría de las sepulturas exhumadas es del siglo IV a.C., quizás en parte por las alteraciones producidas en los niveles más tardíos por la agricultura. Durante dicho siglo las tumbas se cubrían con empedrados tumulares, los cuales podían ser de numerosos tipos. Predominan los empedrados tumulares de planta cuadrada o rectangular, cuyas dimensiones oscilan entre 1 y 3 metros de lado con un espesor de la capa de piedra de 10 a 30 centímetros. Otras variantes presentan uno o varios escalones, cubos de piedra, estructura de adobes... Dentro de las cubiertas de empedrado tumular destacan las de las llamadas tumbas principescas 200 y 277, cuyo módulo ronda los 7 metros de lado y cuyos ajuares están entre los más ricos de la necrópolis.
En
general, el ajuar se depositaba en el interior de una pequeña fosa o
nicho, la cual puede ser de distintas clases, predominando la
circular y la rectangular. El hecho de que los ajuares del siglo IV
a.C. aparezcan normalmente bastante fragmentados apunta hacia su
posible destrucción intencionada. El ajuar podía colocarse en el
interior de la urna o bien directamente en la fosa cineraria.
Desde
el siglo III a.C., a la vez que iban desapareciendo los encachados
tumulares de piedra, se produjeron cambios en el rito funerario. Casi
la mitad de los enterramientos de la necrópolis tenía urna
cineraria, normalmente colocada en posición vertical.
La
necrópolis aportó numerosos fragmentos escultóricos pétreos,
muchos de los cuales se reutilizaron como simples piedras en los
empedrados tumulares. Separada del poblado por el río Mula se
encuentra la posible cantera de la que se obtendría la piedra
arenisca necesaria para las esculturas y las estructuras
arquitectónicas y tumulares.
Las
cerámicas de los ajuares son principalmente ibéricas finas, áticas,
de barniz rojo y en menor medida ollas toscas de cocina. Estos vasos
eran rotos intencionadamente en los rituales del siglo IV a.C.,
mientras que en época posterior se impuso la tendencia de respetar
su integridad. En el rito destructivo, parte de los fragmentos
cerámicos se arrojaba a la pira ardiente, metiéndolos luego, con
otros fragmentos no quemados, en la urna o fosa. Alrededor de la
tumba o de la pira se celebrarían banquetes funerarios, según
parece indicar la dispersión de cerámicas por toda la necrópolis.
Determinados objetos de adorno aparecen tanto en tumbas masculinas
como femeninas, apreciándose en estas últimas la presencia de
fusayolas y placas de hueso decoradas con círculos concéntricos.
Los restos carbonizados de madera han permitido identificar varios
objetos, como pomos, patas de muebles, cucharillas y piezas para
tejer los bordes de las telas.
Los
niños de corta edad no eran incinerados, sino inhumados en una
urnita cerámica depositada en un hueco entre dos tumbas, a veces con
la compañía de objetos propios de adultos.
En
época avanzada aparecieron en los ajuares nuevos tipos cerámicos,
como piezas ibéricas con decoración vegetal y figurada,
campanienses, ungüentarios fusiformes y piezas romanas de paredes
finas. Una apreciación de tipo espiritual es el sumo respeto que se
tuvo a las tumbas precedentes a la hora de situar las nuevas en
niveles superiores, si bien la destrucción de las antiguas
esculturas funerarias parece ser una excepción con respecto a dicho
comportamiento piadoso. Hay también tumbas vacías posiblemente
dedicadas a aquellos cuyo cuerpo no se pudo recuperar.
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