El nacionalismo cubano tuvo un papel fundamental, aunque por lo general ignorado, en la formación de posturas nacionalistas en España. Tanto las formas más contemporáneas del nacionalismo español como la aparición de movimientos competidores, especialmente en Cataluña y Vascongadas, estuvieron determinados por el modelo pionero madurado por las guerras civiles de la Gran Antilla.
Cuba fue el medio propagador de planteamientos ideológicos netamente norteamericanos hasta contagiar la política peninsular española. En un brillante ensayo de síntesis, el historiador cubano Moreno Fraginals ha explicado la dimensión española de la política cubana. En cambio, la dimensión cubana de la política española, exceptuando la dinámica económica, destacándose el rol de grupos de presión antillanos y de poderosos intereses comerciales burgueses ante la administración con sus reciprocidades, sigue sin recibir la consideración que merece.
"MÁS SE PERDIÓ EN CUBA": EL SIGNIFICADO HISTÓRICO DEL NACIONALISMO CUBANO EN ESPAÑA.
Es bien conocido que el nacionalismo español estuvo condicionado por un síndrome de culpa respecto a la pérdida del Imperio en 1898. Muchos acusaron a los sagastinos por no haber apoyado adecuadamente a las fuerzas armadas. Especialmente entre los militares, se desarrolló un discurso de Dolchstoss, que culpaba al "frente doméstico" de irresponsabilidad ante el peligro: la "vieja política" que acuchilló por la espalda a los valientes soldados y marinos, enviados al suicidio sin armas o buques adecuados. Son tópicos exculpatorios que recuerdan al argumento desarrollado por el militarismo alemán veinte años más tarde. Por citar un ejemplo, el teniente coronel Francisco Maciá, elegido diputado por la Liga Regionalista en el marco de la Solidaritat Catalana en 1907, hizo su más sonada intervención en la Cámara, la que le dio renombre parlamentario en febrero de 1909, por denunciar las "cobardías" de Moret y los suyos, al abandonar las fuerzas armadas ante el sacrificio.
Sin duda, el nuevo militarismo españolista, surgido en los años 1890 insistiría monotemáticamente en la necesidad de retener Cataluña (o las tierras vascas) y evitar una "pérdida" semejante a la de "perla de las Antillas".
En realidad, durante un siglo, desde las guerras civiles de los años setenta del siglo XIX hasta la transición democrática y el "Estado de las autonomías" en los setenta del XX, la extrema derecha española estuvo condicionada por el miedo a la secesión, sin mayor iniciativa para acceder a la relevancia política que clamar airadamente en nombre de la unidad de la maltrecha patria. Por la misma lógica, los sectores más exaltados de todos los movimientos competidores del españolismo -los nacionalismos catalán, vasco, canario y gallego en primera instancia- pretendieron seguir al cubano como modelo inspirador. Los que instaban hacia la radicalización, fuese táctica o estratégica, copiaron no solo doctrina, sino también un patrón, un estilo con éxito, aderezado con la admiración hacia el esquema de partido insurreccional, lo que ha significado hasta copiar la bandera.
Y bañadas en el purismo de la nostalgia por la patria abandonada, las respectivas comunidades inmigrantes de origen "godo" establecidas en el marco antillano tuvieron un papel de vanguardia en tal emulación.
El papel modélico de Cuba, tanto negativo (para el españolismo) como positivo (para los antiespañolismos), no debería sorprender. El interminable debate sobre las autonomías dentro del Estado español dio fruto legislativo, por primera vez, para resolver el "problema cubano". En los años 1880 y 1890, las propuestas para una diputación única para las provincias Cubanas anticiparon la discusión parlamentaria sobre la formación de una "mancomunidad" de diputaciones en Cataluña, tema que dominaría las Cortes liberales de 1911-1913 y que fue resuelto a continuación por los conservadores mediante decreto. Como se sabe, por muy poco que éste durase, las dos Antillas tuvieron el primer régimen autonómico estatutario en España, unos treinta y cuatro años antes del emblemático gobierno catalán, proclamado en 1931 y reconocido por Estatuto parlamentario en 1932, bajo la II República.
Más aún, el nacionalismo cubano también fue pionero del republicanismo dentro del marco español: se proclamó la República de Cuba libre en 1868. Finalmente, en 1902, los independentistas cubanos consiguieron establecer un régimen republicano con reconocimiento internacional (aunque fuera mediatizado), logro que el republicanismo metropolitano solo pudo envidiar. De hecho, hasta el comunismo cubano ha servido, tras 1959, como ejemplo e inspiración a las izquierdas españolas, sobre todo porque su éxito y capacidad de supervivencia contrastan elocuentemente con la trayectoria de las análogas corrientes peninsulares.
El nacionalismo cubano surgió al margen de la dinámica independentista de las Américas. Por mucho que sus raíces estuvieran en la histórica pugna entre criollos y peninsulares, igual que en la "Tierra firme" hispana, la "cubanidad" se planteaba en el contexto de la confrontación entre Estados Unidos y España: ser independentista "auténtico" -término clave en la política republicana cubana- significaba no aceptar ni el anexionismo ni la autonomía.
El hecho es que la historia contemporánea española está marcada por la primera gran crisis de descolonización. Tal concepto se remonta a la pérdida germana de su imperio afroasiático tras la Primera Guerra Mundial, el mismo término lo inventó un politólogo alemán en 1932.
Con todo, es indudable que la pionera descolonización española anticipó muchos de los problemas que se harían evidentes al desmenuzarse los Imperios británico, francés, holandés, belga y portugués medio siglo después, tras 1945.
En concreto, además de la problemática repatriación de personas y bienes y de las futuras implicaciones en la sostenida relación con la ex-colonia, la pérdida imperial comportó automáticamente una larga lista de redefiniciones. Se quisiera o no, había que replantear la identidad colectiva, la noción de ciudadanía, el rol de las fuerzas armadas, la función misma del Estado, la pulcritud política y la eficacia administrativa, todo ello ante la aparente inamovilidad de los obstáculos tradicionales, de la corrupción y la confusión en la función pública, por enumerar algunos aspectos más evidentes.
En Cataluña, el atractivo del republicanismo estaba precisamente en su carácter negativo que, de manera implícita, preveía la destrucción del Estado existente y la creación de otro de tipo nuevo. El republicanismo catalán, fuera el que fuera su articulación conceptual, era en substancia dualista: reflejaba la medida en la cual el discurso histórico catalán del siglo XVII, recogido por la crítica romántica catalana, sostenía que Castilla había falseado, mediante el absolutismo, la invención de España, dado que la verdadera España se componía de Cataluña en rango de igualdad con Castilla. Por lo tanto, en el contexto catalán, construir la república española, hacer España en este sentido de una vez por todas, comportaba la autodeterminación de Cataluña, no sólo como "el Pueblo" consciente y genérico, sino también como pueblo territorial; de ahí, el discurso separatista, que suponía que la ruptura era el paso previo imprescindible para la creación de una federación o confederación ibérica de nuevo cuño.
Las mitologías vascas, por el contrario, apelaban al más rancio discurso de hidalguía, según el cual a los "vizcaínos", en justa correspondencia con su condición de nobleza colectiva y cristianos viejos, les correspondían privilegios en el Estado, tanto en casa como en los confines del imperio. Puesto en jerga decimonónica, tal planteamiento se adaptaba sin problemas a la idea "ateniense", un pueblo de demócratas tratando entre sí, con Linos "helotos" labrando sin derechos bajo su benigno mando.
El marco antillano, aunque menos colonizado en época contemporánea por vascos que por catalanes, les brindó a ambos unos esquemas de libertad alternativa a los discursos estatalistas y les permitía truncar sus derechos-privilegios historicistas en derechos democráticos de autodeterminación. La experiencia cubana ofrecía buenas pistas para la adaptación de los particularismos, hasta entonces justificados con argumentos de privilegios, implícitamente aristocráticos (tanto por fuero individual como institucional) contrarios al Estado nivelador, jacobino, al nuevo lenguaje de la revolución liberal y el ideal democrático.
Tal trasvase de ideas políticas también se puede plantear de otra manera. La "sacarocracia" cubana jugó al chantaje de la autodeterminación, copiada de los Estados Unidos, en la presión reformismo/anexionismo.
En el contexto isleño, la inmigración catalana, como vanguardia del interés comercial peninsular, reaccionó y se apuntó a la respuesta españolista, negación absoluta del anexionismo. De ahí, por el discurso imperial de los años sesenta y del reflejo de Prim, el paso de los "voluntarios catalanes" con su romántica barretina de las glorias de Tetuán a la lucha contra la insurrección separatista de Céspedes. Pero la dinámica de guerra civil antillana sirvió como transmisor ideológico, ya que era contacto e interacción, por negativa que fuera: así se descubrió la autodeterminación tanto en el medio cultural catalán, como en el canario, el vasco o el gallego, de manos de la "sacarocracia" cubana, que debía resituarse tras la derrota de la causa sureña en la contienda interna norteamericana.
Las ideas sobre autodeterminación fluyeron desde la política cubana a los equivalentes ambientes regionales metropolitanos en los treinta años que mediaron entre la primera guerra civil cubana, iniciada a finales de los años sesenta, y el final del conflicto definitivo en 1898.
Extracto: “Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España Peninsular” Universidad Autónoma de Barcelona.
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