6/7/15

Yacimiento El Cigarralejo (Murcia)

RUTA IBÉRICA
El yacimiento ibérico de El Cigarralejo, formado por poblado, santuario y necrópolis, se encuentra en Mula (Murcia). Fue descubierto por Emeterio Cuadrado en 1946, y excavado entre 1947 y 1988. Primitivamente, la ladera de asiento del yacimiento tenía una pendiente que se iba suavizando hasta llegar al cantil sobre el río Mula, este terreno fue en época reciente abancalado en tres escalones horizontales para practicar labores agrícolas.
El santuario se situó en el Noreste de la cadena montañosa que cruza la zona, en cuya parte alta hubo una fortaleza romana y luego se construyó un castillo en el siglo XVI. Entre el santuario y la llamada “Piedra Plomera” se encuentra un collado, a ambos lados del cual, protegido por el río y la citada elevación, está el poblado, de límites bastante bien definidos, pero aún sin excavar. Al otro lado del río, en su margen izquierda, se conserva un tramo de una calzada romana que quizás conducía hacia Archena. Cerca del río hay restos de antiguas conducciones de agua que se dirigían hacia un área de fértiles vegas.
El santuario dominaba el poblado y la necrópolis desde su altozano. En él, el empedrado de un pequeño patio cubría los restos de un muro y una “favissa” que contenía muchos exvotos, constituidos casi en su totalidad por figurillas pétreas de caballos. El santuario, de carácter protourbano pero segregado estudiadamente del “oppidum”, estaría al servicio del mismo, albergando el culto a su divinidad protectora, que pudo ser una diosa protectora de los animales muy importantes en la dinámica socioeconómica ibérica. La cronología del santuario abarca desde el siglo IV al siglo II a.C., sobre su emplazamiento se edificó luego una villa romana.

La necrópolis de El Cigarralejo es una de las mejor conocidas del ámbito cultural ibérico. La superficie de la necrópolis es de unos 1.940 m2, de los que se han excavado algo más de 1.110, con un resultado de 550 enterramientos de incineración. Los enterramientos se reparten en una media de cuatro niveles, aunque la densidad de la necrópolis llega hasta ocho superposiciones que en el tiempo cubren desde los últimos años del siglo V hasta mediados del siglo I a.C. Una gran mayoría de las sepulturas exhumadas es del siglo IV a.C., quizás en parte por las alteraciones producidas en los niveles más tardíos por la agricultura. Durante dicho siglo las tumbas se cubrían con empedrados tumulares, los cuales podían ser de numerosos tipos. Predominan los empedrados tumulares de planta cuadrada o rectangular, cuyas dimensiones oscilan entre 1 y 3 metros de lado con un espesor de la capa de piedra de 10 a 30 centímetros. Otras variantes presentan uno o varios escalones, cubos de piedra, estructura de adobes... Dentro de las cubiertas de empedrado tumular destacan las de las llamadas tumbas principescas 200 y 277, cuyo módulo ronda los 7 metros de lado y cuyos ajuares están entre los más ricos de la necrópolis.
En general, el ajuar se depositaba en el interior de una pequeña fosa o nicho, la cual puede ser de distintas clases, predominando la circular y la rectangular. El hecho de que los ajuares del siglo IV a.C. aparezcan normalmente bastante fragmentados apunta hacia su posible destrucción intencionada. El ajuar podía colocarse en el interior de la urna o bien directamente en la fosa cineraria.
Desde el siglo III a.C., a la vez que iban desapareciendo los encachados tumulares de piedra, se produjeron cambios en el rito funerario. Casi la mitad de los enterramientos de la necrópolis tenía urna cineraria, normalmente colocada en posición vertical.
 
La necrópolis aportó numerosos fragmentos escultóricos pétreos, muchos de los cuales se reutilizaron como simples piedras en los empedrados tumulares. Separada del poblado por el río Mula se encuentra la posible cantera de la que se obtendría la piedra arenisca necesaria para las esculturas y las estructuras arquitectónicas y tumulares.
Las cerámicas de los ajuares son principalmente ibéricas finas, áticas, de barniz rojo y en menor medida ollas toscas de cocina. Estos vasos eran rotos intencionadamente en los rituales del siglo IV a.C., mientras que en época posterior se impuso la tendencia de respetar su integridad. En el rito destructivo, parte de los fragmentos cerámicos se arrojaba a la pira ardiente, metiéndolos luego, con otros fragmentos no quemados, en la urna o fosa. Alrededor de la tumba o de la pira se celebrarían banquetes funerarios, según parece indicar la dispersión de cerámicas por toda la necrópolis. Determinados objetos de adorno aparecen tanto en tumbas masculinas como femeninas, apreciándose en estas últimas la presencia de fusayolas y placas de hueso decoradas con círculos concéntricos. Los restos carbonizados de madera han permitido identificar varios objetos, como pomos, patas de muebles, cucharillas y piezas para tejer los bordes de las telas.
Los niños de corta edad no eran incinerados, sino inhumados en una urnita cerámica depositada en un hueco entre dos tumbas, a veces con la compañía de objetos propios de adultos.

En época avanzada aparecieron en los ajuares nuevos tipos cerámicos, como piezas ibéricas con decoración vegetal y figurada, campanienses, ungüentarios fusiformes y piezas romanas de paredes finas. Una apreciación de tipo espiritual es el sumo respeto que se tuvo a las tumbas precedentes a la hora de situar las nuevas en niveles superiores, si bien la destrucción de las antiguas esculturas funerarias parece ser una excepción con respecto a dicho comportamiento piadoso. Hay también tumbas vacías posiblemente dedicadas a aquellos cuyo cuerpo no se pudo recuperar.

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